Sin un nacionalismo continental Europa pintará poco en el mundo | Opinión
Europa lleva demasiado tiempo intentando sacudirse el declive industrial, tecnológico, financiero y geoestratégico en el que se ha instalado desde que arrancó el siglo, y que ha dejado en alarmante evidencia la pobre velocidad a la que avanza frente a Estados Unidos o China, o la falta de respuesta, más allá de la firmeza diplomática, a agresiones bélicas al otro lado de sus fronteras de la mano del expansionismo ruso, a quien ya Churchill hace casi un siglo identificó como la gran amenaza para la supervivencia de las democracias en el continente.
El proyecto de integración europea, ejemplar desde el punto de vista geoestratégico tras los grandes conflictos bélicos del siglo XX, se fundamentó en minimizar la pulsión de los nacionalismos de cada país, que tan caros resultaron, para construir un nacionalismo paneuropeo que los absorbiese y superase. Pero no lo ha conseguido, y ahora observa cómo afloran los intereses nacionales o hasta regionales a medida que el declinar económico europeo avanza y a medida que las generaciones que no vivieron los conflictos del siglo XX revisan el entusiasmo del proyecto inicial.
La secuencia de los pasos parecía correcta desde el Tratado de Roma, con integración económica por fases primero, para ensamblar después una integración política que inocule en los ciudadanos la conciencia de ser primero europeos y secundariamente franceses, alemanes o españoles. Si los propósitos económicos han sido un éxito (relativo en todo caso), los políticos, no. Las instituciones políticas paneuropeas tienen poca relevancia en las decisiones y las fórmulas para diseñarlas son de naturaleza delegada, no directa, y en las que sí lo son, las elecciones europeas, los electores, con participaciones deprimentes, practican ensayos de premio o castigo a las políticas nacionales. A la gente no le gusta que las decisiones viajen miles de kilómetros y que sean iguales para todos, cuando todos (países, regiones o personas) no son iguales. La soberanía es una prerrogativa que cuesta ceder, y sólo se hace, a veces, si hay imperativas razones económicas a cambio.
Este humilde escribidor siempre ha tenido la desgraciada convicción de que Europa es poca cosa ya en el concierto mundial para sacudirse la desventaja económica, y que la culminación de la integración política se aleja con los acontecimientos. Detectada la dureza de la pendiente para seguir el ritmo de los grandes competidores globales, y la incontenible caída relativa en todos los frentes económicos, la Unión Europea encargó al hombre más indicado para ello que expresase un diagnóstico exacto de la situación y propusiese un plan para hacer a Europa grande otra vez, para disponer, tras la triple crisis financiera, sanitaria y geoestratégica aflorada en los últimos años, de un grado de aceptable soberanía en cada una de las materias.
Y Mario Draghi, el hombre que con una simple frase (recuerden: “The ECB is ready to do whatever it takes to preserve the euro. And believe me, it will be enough”. “El BCE está preparado para hacer lo que sea necesario para preservar el euro. Y, créanme, que eso será suficiente”) y toneladas de dinero logró convertir de abejorro con vuelo torpe en vibrante avispa al euro, propuso grandes remedios contra los grandes males en su informe sobre La competitividad europea en el futuro: un plan de inversiones de 800.000 millones de euros al año durante un periodo prolongado, además de una nada pequeña revolución en materia normativa que regulase de manera abierta todos los mercados, estimulase la innovación y fomentara la competencia, materias de las que Europa ha sido siempre enfermizamente celosa, con resultados no menos enfermizamente deprimentes.
En los años de este siglo la producción americana ha pasado de superar a la europea en un 17% a hacerlo en un 30%, con una productividad exuberante que lleva su PIB por persona un 35% por encima del europeo. Además, Europa, que perderá dos millones de personas activas al año hasta 2040, en los últimos cincuenta años no ha creado desde cero ni una sola empresa que hoy supere un valor de 100.000 millones, mientras que media docena de tecnológicas americanas valen varios billones de euros, y tiene perdida de antemano la disputa por la inteligencia artificial. Para colmo, decía Draghi, el continente lidera la transformación verde, pero con precios energéticos que triplican los americanos, tanto en electricidad como en gas, por la falta de una integración energética y la losa de una imposición exagerada.
Pasado un año de su plan, atisba pocas iniciativas, y la semana pasada en Madrid hablaba ya de subir la apuesta inversora hasta 1,3 billones de euros anuales para absorber los crecientes déficits industriales que devuelve el espejo americano. Siempre ha considerado el expresidente del BCE que lograr los recursos es lo más sencillo de todo, como se ha puesto de manifiesto con las últimas grandes operaciones tras la pandemia, aunque oculte sus dudas sobre la capacidad europea para generar la suficiente confianza y convicción en el empresariado privado y los inversores globales que multiplique el esfuerzo de emisión de bonos públicos.
Pero Draghi también conoce dónde está la dificultad para que la inversión y los proyectos echen a rodar, aunque no ha querido meterse en camisas de once varas. Es la sempiterna pasividad política europea, el defectuoso funcionamiento del mecano político e institucional de la Unión, que disemina y debilita el poder, impide la creación de liderazgos fuertes y ralentiza hasta el paroxismo la toma de decisiones. Un engranaje que se debilita más cuantos más componentes tiene la Unión, y que ha entrado peligrosamente en cuestión en los últimos años como consecuencia precisamente de la decadencia europea que pretende superarse.
El proyecto de integración europea no ha logrado ilusionar a sus moradores cuando los avances de otros grandes polos económicos en el mundo se han consolidado a costa de su riqueza y su cualificado empleo, con una erosión y censura muy intensa del europeísmo, expresados ambos en un refuerzo de los nacionalismos particulares de cada país, y con el viraje del electorado a posiciones políticas radicales y populistas. El brexit y el refuerzo de partidos abiertamente antieuropeístas y xenófobos en países como Alemania, Francia, Holanda, Italia y otros muchos países (en uno de cada tres los gobiernos están sostenidos ya por partidos de ultraderecha) son exponentes evidentes de tal fenómeno, que condicionan ya las decisiones y ponen un freno explítico al avance europeo tal como lo desea Mario Draghi.
Es demasiado optimista pensar que la situación puede revertirse, pero de lograrlo o suavizarlo, solo será posible con herramientas tan poderosas como las diseñadas por el financiero italiano, cueste 800.000 millones de euros anuales o 1,3 billones, o más si se dilata su aplicación. Pero el riesgo de duplicar la brecha de los últimos veinticinco años de aquí a 2050 es real si no se logra extirpar la epidemia de nacionalismos provincianos y centrífugos que anida en el viejo continente, y reforzar un nacionalismo europeo, continental, que pueda sustentar a la nueva Europa frente a la pujanza de Estados Unidos, de China o de la perversa, envidiosa y resentida Rusia.
No hay ni un solo país de los que integran la Unión Europea que no haya saldado su integración en abultados números negros, ni siquiera el Reino Unido que decidió atropelladamente dejar el club por un puñado de votos. Y no hay ni un ciudadano de cada uno de tales países que no pueda decir lo mismo del proyecto comunitario, por mucho que la irrupción de China en la economía de mercado haya cercenado su estatus en las últimas décadas. Seguramente Europa ha consensuado decisiones integristas en determinadas materias que han deteriorado la posición relativa de determinados colectivos, y seguramente tendrá que revisarlas, porque algo habrán tenido que ver con la censura de sus ciudadanos. Hay varios ejemplos de tales excesos, y los políticos europeos los tienen identificados.
Volvamos al principio: la receta para lograrlo es el manoseado y cursi relato de Más Europa que circula desde hace décadas, pero cuyo espacio real se achica a pasos de gigante. El precio es cesiones de dosis de soberanía urgentes y crecientes que generen liderazgos paneuropeos, continentales, para reforzar la economía, la industria, la tecnología y las posiciones geoestratégicas de la Unión Europea, y competir de la manera más digna posible (para hacerlo de igual a igual es demasiado tarde), con el resto de polos económicos del mundo, tanto cuando reine el proteccionismo de última generación, como cuando renazca la globalización. No es gran cosa, pero así está el tema.
