La opacidad de la elección social | Economía nacional e internacional
En mayor o menor medida, todos sabemos lo que significa renunciar a una cosa para tener acceso a otra. Como se explica en clase de economía, el coste de oportunidad viene determinado porque cada euro tiene un destino alternativo, dados unos recursos escasos o limitados, por lo que las consecuencias de nuestras decisiones no solo implican satisfacer algunas necesidades sino renunciar a la satisfacción de otras. Esta es una cuestión inmediata en la que todos nos reconocemos, varias veces al día. Sin embargo, cuando pasamos del ámbito doméstico al debate público, tal claridad desaparece. Y es que es evidente que carecemos de las herramientas cognitivas para evaluar decisiones colectivas del mismo modo que evaluamos las individuales y privadas.
Yendo al grano. En una economía doméstica, los recursos son claramente finitos y visibles. Una nómina, da igual el volumen, tiene un límite claro. Pero cuando hablamos del presupuesto público, la percepción cambia radicalmente. Para no pocos, los ingresos del Estado parecen “caer del cielo” porque no solemos ser conscientes de forma agregada de nuestra contribución total. Pagamos IRPF, IVA, cotizaciones sociales, impuestos indirectos diversos, pero jamás recibimos una factura consolidada que diga: “Usted aporta X euros anuales y se destinan a Y”. Esta opacidad es el primer obstáculo para cualquier deliberación racional sobre prioridades colectivas.
Además, la cadena causal entre decisión política y consecuencia económica es larguísima y está plagada de variables intervinientes, lo que hace muy difícil discernir. Si compramos un coche caro y luego no podemos irnos de vacaciones, la relación causa-efecto es inmediata. Pero ¿cómo saber si el desempleo juvenil se debe al “coste” de las pensiones, a la reforma laboral, a la coyuntura internacional o a la política monetaria del BCE? Para el ciudadano medio, saber esto es absolutamente imposible, por lo que recurrimos a atajos cognitivos que tratamos de modelar o, simplemente, comprar cuando nos resulta agradable, y encajable, a mis prejuicios.
Esta dificultad no es meramente una limitación psicológica, sino que conecta con las conclusiones más profundas de la Teoría de la Elección Social. Ya hace tiempo que trabajos como el de economistas como Kenneth Arrow demostraron matemáticamente el problema de trasladar lo privado a lo público. Su célebre Teorema de la Imposibilidad expuso que no existe ningún sistema de votación capaz de agregar las preferencias individuales diversas en una única voluntad colectiva coherente y racional sin violar ciertos principios básicos de justicia democrática (como la no imposición de un dictador). En otras palabras, la idea de encontrar una solución “técnicamente óptima” que represente fielmente “la voluntad del pueblo” es, en muchos casos, una quimera lógica. Es aquí donde tienen acceso las narrativas políticas. Al no haber un método que permita determinar la “mejor” opción colectiva, el debate se desplaza de lo técnico a lo ideológico, de los números a los valores y las emociones.
Tomemos el caso paradigmático de la que llevamos unas semanas discutiendo, aunque mencionaré alguna más: la sostenibilidad del sistema de pensiones. La narrativa de muchos es conocida: el envejecimiento demográfico hace insostenible el modelo actual. Hay que reformar o quebraremos de un modo u otro.
Pero tal cuestión no es exacta. El sistema no va a quebrar simplemente porque nuestra economía siempre generará mucho más de lo necesario para sostenerlo. Esta no es la cuestión. Lo que realmente está en juego es otra cuestión, puramente política y que, sin embargo y por pinchar el soufflé optimista que pudiera suponer las primeras frases de este párrafo, no es menor: ¿qué porcentaje de la riqueza que genera nuestra sociedad queremos destinar a garantizar la vejez digna de nuestros mayores? Si ese porcentaje debe pasar del 12% al 15% del PIB debido al envejecimiento poblacional, ¿es eso “insostenible” para la sociedad? Así, la cuestión es sin duda económica, pero lo crítico descansa en otros ámbitos de nuestra vida como seres sociables.
El problema, como he adelantado, es que el ciudadano carece de referencias para evaluarlo. No sabe si el 15% del PIB es mucho o poco. No puede comparar con otros países, ni conoce los efectos redistributivos de distintas alternativas de financiación. Tampoco se le explicita que ese 3% adicional del PIB no “desaparece” si no va a pensiones: irá a otra parte o se quedará en manos privadas vía menores impuestos. La pregunta real es: ¿quién se queda con ese 3%? ¿Para qué se usaría? O dicho al revés, ¿qué políticas que creemos vitales dejan de financiarse por el uso de ese 3% en una sola de ellas? La cuestión no es si podemos mantener las pensiones, sino si queremos redistribuir los futuros incrementos de riqueza hacia este fin o hacia otros.
No es una cuestión, por lo tanto, de poder, sino de querer y de evaluar las consecuencias directas e indirectas de las decisiones que tomamos como sociedad. Y eso depende de nuestras prioridades entre generaciones, de nuestra concepción de la solidaridad intergeneracional, de qué modelo de sociedad aspiramos a construir. Como cuando decidimos comprar un coche que se pasa de presupuesto.
Un segundo ejemplo es la transición energética, que al igual que el sistema de pensiones, adolece de una profunda opacidad que obstaculiza su aceptación social. El problema no reside tanto en los fines como en la asimetría entre costes y beneficios. Mientras que los sacrificios son inmediatos, individuales y tangibles, los beneficios son colectivos, difusos y a largo plazo. Carecemos de las herramientas cognitivas para medir y valorar adecuadamente el valor de un futuro con mayor estabilidad climática frente al coste visible de la transformación presente.
Esta brecha cognitiva queda perfectamente retratada en un informe sobre la percepción social en Andalucía presentada esta semana pasada en Sevilla, donde la mitad de la población se muestra “escéptica” o “inmovilista”. No es una manifestación de irracionalidad, sino la consecuencia lógica de una elección social opaca. La cadena causal que une la instalación de un parque eólico con la mitigación de sequías futuras es demasiado larga y compleja para el cálculo intuitivo del ciudadano. Este no recibe una “factura” que le indique el coste de oportunidad de la inacción: la degradación de ecosistemas, los riesgos para la salud o la pérdida de competitividad económica a largo plazo.
En ausencia de mecanismos claros para evaluar estas disyuntivas, el debate público es secuestrado por narrativas simplistas que explotan esta invisibilidad. Cuando la comunicación institucional fracasa en hacer tangible el beneficio agregado y en clarificar el verdadero coste de no actuar, se crea un vacío. Dicho vacío es ocupado por relatos falsos que presentan la transición no como una necesidad colectiva, sino como una imposición de élites o una amenaza directa al bienestar individual. Así, una política de enorme complejidad y consecuencias intergeneracionales queda reducida a un campo de batalla de percepciones donde la evidencia compite en desventaja contra el miedo a la pérdida inmediata.
Así pues, en ausencia de herramientas claras de evaluación, votamos según intuiciones morales básicas, identidades de grupo o narrativas emotivas. No es una crítica a la ciudadanía, sino un reconocimiento de los límites estructurales a los que nos enfrentamos y con consecuencias democráticas que pueden ser perversas.
