mié. Ago 13th, 2025

El legado de Hamilton bajo el asedio de Trump | Economía nacional e internacional

Si has tenido la oportunidad de asistir al musical “Hamilton” en Londres o Nueva York y haber disfrutado de la fascinación que genera la música de Lin-Manuel Miranda, podrás haber asistido a la historia de cómo uno de los padres fundadores de Estados Unidos construyó el sistema financiero norteamericano medrando para estar en “la habitación donde todo ocurre”. Y más para un economista.

“¿Qué es un legado?”, es lo que se pregunta el coro en el escenario de Broadway, mientras se contesta diciendo que “es plantar semillas en un jardín que nunca verás crecer”. Así, sin duda, historia de Estados Unidos es, en muchos sentidos, la historia de esas semillas institucionales. Y no cabe duda de que pocas son tan fundamentales para el poderío económico que luego alcanzaría como el sistema financiero concebido por Alexander Hamilton. Al nacer la república, este joven, hambriento y brillante inmigrante del Caribe no iba a “desperdiciar su oportunidad”. Como primer Secretario del Tesoro, se enfrentó a un caos: una nación ahogada en deudas de guerra, con una moneda sin valor y sin credibilidad en el escenario mundial. Su respuesta no fue un simple ajuste de cuentas, sino la creación de una arquitectura financiera diseñada para perdurar, basada en la estabilidad, la confianza y una visión de futuro industrial.

Hoy, ese legado tiembla bajo la presión de Donald Trump, cuyas acciones representan la antítesis del pensamiento hamiltoniano. Mientras Hamilton construyó un sistema para asegurar un funcionamiento del sistema por encima de los caprichos del poder ejecutivo, Trump ha hecho de la presión sobre la Reserva Federal una herramienta central de su gobierno. El contraste no podría ser más marcado: es la visión del arquitecto contra el impulso del demoledor.

Para Hamilton, la deuda no era una vergüenza, sino una oportunidad. Su plan al Congreso tenía tres pilares interconectados que transformarían Estados Unidos. Primero, la asunción federal de deudas estatales (25 millones de dólares adicionales a los 54 millones federales) fue una acción política más que económica. Al centralizar la deuda, vinculó los intereses de acreedores influyentes al éxito del gobierno federal, forjando unidad nacional mediante obligación financiera y estableciendo el principio sagrado del “crédito público”. Europa debería seguir este ejemplo. Segundo, propuso el First Bank of the United States, inspirado en el Banco de Inglaterra. Esta institución cuasi-pública combinaría supervisión gubernamental con inversión privada. Finalmente, su Informe sobre manufacturas abogaba por proteger la industria nacional mientras alcanzaba la capacidad para competir con los imperios europeos. Su visión era de largo plazo: entendía que un sistema financiero estable era la base de la prosperidad futura.

Si la doctrina de Hamilton era establecer un “orden permanente”, la de Donald Trump parece ser la de la disrupción constante para obtener beneficios inmediatos. Su principal objetivo, a parte de amenazar con aranceles a diestro y siniestro, además de despedir a la directora del BLS, ha sido la Reserva Federal, la heredera moderna del banco central que Hamilton defendió, aunque nunca la llegara a ver. La campaña de presión de Trump contra el presidente de la Fed, Jerome Powell ha sido implacable y profundamente personal.

A través de redes sociales y declaraciones públicas, Trump ha calificado a Powell de “antipático y amargado, de estúpido y perdedor”, entre otras cosas. Ha exigido recortes de tipos de interés no por un análisis económico sosegado, sino para contrarrestar los efectos de sus propias guerras arancelarias o para impulsar la economía antes de una elección. En una nota manuscrita enviada directamente a Powell, Trump escribió que “debería bajar esa tasa mucho”.

Más alarmante aún es su argumento de que la Fed debería bajar los tipos para reducir el coste de los intereses de la creciente deuda nacional. Esto es un llamado directo a la monetización de la deuda, una práctica que convierte al banco central en la imprenta del gobierno. Aunque la relación entre monetización de deuda e inflación no es automática —depende de la escala, permanencia e instituciones—, representa un riesgo significativo hacia la inestabilidad económica, el mismo abismo del que Hamilton rescató a la joven república. Donde Hamilton veía la deuda bien gestionada como un activo para construir la credibilidad nacional, Trump la ve como una carga cuyo servicio debe ser abaratado por decreto político.

Por supuesto, como inmortalizan las feroces “Batallas de Gabinete” (Cabinet Battles) en el escenario, la visión de Hamilton no estuvo exenta de oposición. Thomas Jefferson y sus seguidores temían que un banco nacional centralizara demasiado el poder, favoreciera a las élites financieras del norte sobre los agricultores del sur y violara una interpretación estricta de la Constitución. Veían en el plan de Hamilton los peligros de la corrupción y la tiranía de un “escuadrón” leal al Tesoro. Su enfrentamiento culminó en el famoso “Compromiso de 1790”, una cena a puerta cerrada el 20 de junio de 1790 donde se negoció el futuro financiero de la nación a cambio de la ubicación de la capital. Fue, por excelencia, “la habitación donde ocurrió todo”.

El populismo de Trump podría parecer, a primera vista, un eco de este escepticismo jeffersoniano hacia el poder financiero centralizado. Sin embargo, la comparación es superficial. La oposición de Jefferson se basaba en una filosofía de gobierno coherente: una república agraria de pequeños propietarios con un gobierno federal limitado. Los ataques de Trump no proponen una visión alternativa. Su objetivo no es desmantelar la Fed por principios constitucionales, sino someterla a su voluntad personal para obtener ventajas políticas a corto plazo. Es un asalto a la independencia de la institución, no un debate sobre su existencia.

Al final, la pregunta que resuena en el escenario es la que define la historia: “¿Quién vive, quién muere, quién cuenta tu historia?”. El arquitecto de las finanzas estadounidenses entendió que su historia se contaría a través de la fortaleza de una nación, basada en la credibilidad, la previsibilidad y la confianza a largo plazo. Trump, en cambio, quiere introducir la volatilidad, la incertidumbre y el personalismo en el corazón de la política monetaria, erosionando la confianza de los mercados y poniendo en riesgo el activo más valioso de la Fed: su independencia.

Hamilton puso la primera piedra de un sistema que ha perdurado más de dos siglos, sobreviviendo guerras, crisis económicas y cambios políticos precisamente porque fue diseñado para funcionar por encima de las pasiones del momento. Al desafiar estos principios, Trump no solo ataca a un hombre, Jerome Powell, sino que pone en jaque el legado que ha convertido a Estados Unidos en la mayor potencia económica del mundo. Las cicatrices de esta batalla perdurarán, y la historia, como siempre, será el juez final que decida qué legado prevalece: el del constructor de sistemas o el del demoledor de normas.

La pregunta que nos deja el musical de Miranda no es solo quién cuenta la historia, sino si las instituciones que Hamilton ayudó a crear serán lo suficientemente fuertes para sobrevivir al asedio contemporáneo. El legado de un arquitecto, después de todo, se mide no solo por lo que construye, sino por lo que sus estructuras pueden resistir.

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