El estado de bienestar ante el precipicio demográfico | Economía nacional e internacional
La caída del primer ministro francés y su declaración sobre la necesidad de una revisión profunda del estado de bienestar ha reavivado un debate que Europa ya no puede posponer. Francia, cuna de los derechos sociales modernos desde el siglo XVIII, se enfrenta a una situación financiera insostenible que obliga a plantear recortes impensables hace apenas una década. Las protestas no han hecho más que empezar, pero el problema trasciende las calles de París. El estado de bienestar europeo, ese gigantesco seguro mutualizado que durante décadas garantizó la cohesión social, se tambalea ante una realidad demográfica implacable.
Como cualquier póliza, funciona bajo un principio actuarial básico: debe haber más gente pagando primas que cobrando siniestros. Durante décadas, este equilibrio se mantuvo gracias a una demografía favorable: muchos jóvenes cotizando sostenían a pocos mayores. Hoy, esa ecuación está quebrada, y Francia es solo el primer dominó que amenaza con caer.
El contrato social implícito del siglo XX se construyó sobre una premisa demográfica que ya no existe. Otto von Bismarck diseñó el primer sistema público de pensiones en 1889 fijando la edad de jubilación en 70 años, cuando la esperanza de vida apenas alcanzaba los 45. Es evidente que el diseño estaba pensado para ser usado mínimamente. Así era el canciller de hierro. Era un seguro que pocos llegarían a cobrar. Sin embargo, incluso cuando los sistemas maduraron en la posguerra, la pirámide demográfica garantizaba cinco o seis trabajadores por cada jubilado.
Hoy enfrentamos el escenario opuesto con una intensidad sin precedentes. España registra una tasa de fecundidad de 1,12 hijos por mujer, una cifra que nos sitúa entre los países con menor natalidad del planeta, incluso por debajo de Japón (1,15), el paradigma del envejecimiento global. Aunque existe cierta diversidad en Europa, ningún país escapa a esta tendencia de fecundidad por debajo del nivel de reemplazo. Simultáneamente, nuestra esperanza de vida se ha disparado hasta los 83 años, un logro médico y social que, paradójicamente, intensifica el problema actuarial. Esta combinación genera una tijera demográfica implacable: cada cohorte que se jubila será más numerosa que la generación que entra al mercado laboral, salvo sorpresa, y además vivirá décadas cobrando prestaciones. Los números son demoledores. Las proyecciones apuntan a que en 2050 habrá apenas 1,7 cotizantes por cada pensionista, frente a los 2,7 actuales. Es como pretender que un edificio se sostenga cuando sistemáticamente le quitamos pilares de la base mientras añadimos pisos arriba.
Esta crisis trasciende las fronteras españolas y revela un fenómeno civilizatorio. El economista Nicholas Eberstadt ha acuñado el término “era de la despoblación” para describir algo más grave que el simple envejecimiento: sociedades que no solo cambian su estructura de edad, sino que se encogen en términos absolutos, perdiendo población de forma indefinida. Japón, donde el 29,8% de la población supera los 65 años, no es una anomalía sino nuestro espejo del futuro. Su gasto en pensiones y sanidad devora buena parte de su presupuesto nacional, forzando emisiones de deuda que han disparado la ratio deuda/PIB hasta el 260%. Lo más inquietante es la velocidad: España está envejeciendo a un ritmo vertiginoso, transformándose el porcentaje actual de población mayor de 65 años hacia una réplica del perfil japonés en apenas dos décadas. Es la aceleración de un proceso que a otros países les costó medio siglo.
Pero el problema trasciende lo puramente financiero. El estado de bienestar representa la materialización más acabada del contrato social que Jean-Jacques Rousseau teorizó en el siglo XVIII. Rousseau planteó que los individuos renuncian voluntariamente a parte de su libertad natural para ganar seguridad y protección colectiva. El estado de bienestar, que no existía ni se esperaba en tiempos del filósofo francés, es precisamente eso: cedemos una porción de nuestros ingresos —nuestra libertad económica— a cambio de protección ante las contingencias de la vida. No es solo un sistema de transferencias; es el cemento que cohesiona nuestras sociedades modernas. Representa la promesa de que cotizar durante cuatro décadas garantiza una vejez digna, que nadie quedará desamparado ante la enfermedad o el desempleo. Romper este pacto intergeneracional no solo tendría consecuencias financieras, sino que erosionaría (ya lo hace) los fundamentos mismos de la convivencia civilizada, devolviendo a los individuos a ese “estado de naturaleza” donde cada uno debe valerse por sí mismo ante la adversidad.
Las soluciones tradicionales muestran limitaciones evidentes. Aumentar la edad de jubilación es políticamente tóxico, por lo que quien lo propone debe sufrir los ataques esperados, además de que tiene los límites biológicos obvios. Subir las cotizaciones sociales puede asfixiar la competitividad y el empleo, creando un círculo vicioso, mientras hace crecer el resentimiento entre los que deben soportar dicho coste. Los recortes de prestaciones chocan con una ciudadanía que considera estos derechos como adquiridos, sin marcha atrás.
La inmigración, frecuentemente presentada como panacea, ofrece solo un alivio temporal. Los inmigrantes también envejecen y, como muestra la experiencia alemana con los gastarbeiter turcos, eventualmente se convierten en receptores netos del sistema. Además, la inmigración masiva genera tensiones sociales que pueden erosionar el consenso político necesario para mantener el estado de bienestar. España, a diferencia de Japón, mantiene todavía flujos migratorios significativos que actúan como amortiguador demográfico, pero incluso este respiro tiene límites temporales.
Algunos países experimentan con reformas estructurales. Suecia introdujo en 1998 un sistema de pensiones con componente de capitalización individual, ligando las prestaciones a las cotizaciones realizadas. Los Países Bajos han desarrollado un modelo híbrido público-privado que ha demostrado mayor resiliencia. Pero estas transiciones requieren décadas y generan incertidumbre en los períodos intermedios. Siendo pesimistas, llegamos tarde.
La automatización y la inteligencia artificial añaden otra capa de complejidad. Si la productividad crece exponencialmente, ¿podría una fuerza laboral menor sostener a una población mayor? Esta hipótesis, defendida por economistas como Erik Brynjolfsson, choca con la realidad de que muchos servicios intensivos en trabajo humano —sanidad, cuidados, educación— son difícilmente automatizables.
Una salida podría estar en repensar radicalmente el modelo. El economista francés Thomas Piketty propone financiar el estado de bienestar no solo vía cotizaciones laborales, sino mediante impuestos sobre el capital y la riqueza. La renta básica universal, experimentada en países como Finlandia, plantea sustituir la compleja arquitectura actual por transferencias universales más simples. Sin embargo, estas propuestas enfrentan obstáculos formidables. La movilidad del capital en un mundo globalizado limita la capacidad de gravarlo eficazmente. La renta básica universal requiere niveles de gasto que pocos países pueden permitirse sin reformas fiscales de gran calado.
La ventana para actuar se estrecha, y cada vez más. España cuenta aún con una década antes de que la jubilación de los baby boomers acelere el deterioro del sistema. Pero las reformas estructurales necesitan tiempo para madurar y generar consenso social.
El estado de bienestar ha sido uno de los mayores logros de la civilización occidental. Garantizó estabilidad social y prosperidad durante décadas. Preservarlo exige reconocer que las soluciones del siglo XX no servirán para los desafíos del siglo XXI. Como cualquier seguro, necesita adaptar sus primas y coberturas a la nueva realidad de riesgos. La alternativa es contemplar cómo esta conquista social se desmorona bajo el peso de una demografía implacable. El tiempo para actuar es ahora. Mañana podría ser demasiado tarde.
