Cuando la escasez transforma un mercado | Economía nacional e internacional
La economía básica nos enseña que los precios y las cantidades en un mercado se determinan por el cruce de la oferta con la demanda. Sin embargo, cuando observamos el mercado inmobiliario español actual muchos parecen olvidar esta sencilla lección. El resultado es una peligrosa confusión entre causas y consecuencias que nos impide comprender la verdadera naturaleza del problema que enfrentamos en este mercado.
Es comprensible que el actual encarecimiento de la vivienda despierte fantasmas del pasado. Quienes vivieron el boom inmobiliario de 2000-2007 reconocen ciertos patrones: precios que crecen a dos dígitos, dificultad de acceso para los jóvenes, conversaciones dominadas por el mercado inmobiliario. Así pues, no podemos acusar a nadie de estar tentando a pensar que estamos ante una repetición de aquella burbuja. Pero esta lectura superficial nos ciega ante una realidad que hoy es claramente diferente de aquél recuerdo ya lejano.
Lo primero a recordar es que, durante el boom de principios de siglo, España construía más de 700.000 viviendas anuales. Allí donde miraras veías grúas que claramente dominaban el paisaje urbano. El crédito fluía con una facilidad que hoy parece impensable. Si pedías para comprar una casa te daban lo que aquella valía y más por si querías estrenarla amueblada entera y festejarlo en el Caribe con un viaje. Aquel fue un fenómeno de sobreoferta alimentado por expectativas irreales y exceso de liquidez inflamado por crédito con tipos reales negativos. Hoy, en cambio, nos enfrentamos a su opuesto: un mercado estrangulado por la falta de oferta con una demanda que aumenta por razones demográficas y donde el crédito juega un papel muy secundario.
Los datos son reveladores según algunos estudios como los elaborados por la oficina de investigación de La Caixa Research o como se puede leer en el libro “Tres millones de viviendas” de Jorge Galindo. A diferencia del período del boom, en estos momentos existe un déficit de vivienda de entre 515.000 y 765.000 unidades. Y es que la construcción apenas ha podido alojar al 20% de los nuevos hogares formados. El resto ha tenido que recurrir a la reconversión de viviendas secundarias en principales, una solución temporal que tiene un límite natural. Este déficit, equivalente al 4% del parque de viviendas principales, explica aproximadamente el 39% del incremento de precios observado hasta 2024, ahora quizás más, según el primero de los trabajos analizados.
Pero aquí radica el núcleo de un problema que por su naturaleza se asemeja al de 2007 pero que ahora surge por razones diferentes: cuando un bien esencial se vuelve escaso, su naturaleza económica se transforma. La vivienda deja de ser principalmente un bien de uso para convertirse en un activo de inversión. No porque los inversores sean inherentemente especulativos, sino porque la escasez crea las condiciones perfectas para que la especulación florezca.
Este fenómeno no es exclusivo del mercado inmobiliario. La historia económica está plagada de ejemplos donde la escasez transforma mercados ordinarios en campos de batalla especulativos. Durante la crisis del petróleo de los años 70, el oro negro pasó de ser una materia prima industrial para convertirse en un arma geopolítica y un vehículo de especulación financiera. La escasez no solo elevó los precios; cambió fundamentalmente la naturaleza del mercado petrolero.
Más recientemente, hemos visto esta dinámica en mercados tan diversos como el de las tarjetas gráficas durante el boom de las criptomonedas o el de las mascarillas al inicio de la pandemia. En todos estos casos, un desequilibrio entre oferta y demanda no solo elevó precios, sino que atrajo a actores cuyo único interés era capitalizar la escasez, exacerbando aún más el problema original.
Lo particularmente perverso de esta dinámica en el mercado de la vivienda es que se retroalimenta. Cuando los precios suben consistentemente debido a la escasez, comprar vivienda se convierte en una apuesta aparentemente segura. Esto atrae capital que de otro modo se dirigiría a inversiones productivas. Familias que pueden permitírselo compran segundas viviendas como inversión. Fondos de inversión ven una oportunidad. El capital extranjero busca refugio en ladrillo español. Mientras, la eficiencia de las inversiones agregadas languidece. La lección que aprendimos hace 15 años fue dura, y ahora vamos camino de repetirla, pero al crear la escasez.
Más allá de los titulares sobre precios récord, las consecuencias de esta transformación del mercado son profundas y duraderas. Cuando la vivienda se convierte en un bien especulativo inaccesible, toda la estructura social se resiente. Los jóvenes retrasan su emancipación, con efectos en cascada sobre la natalidad y la formación de familias. Las empresas encuentran dificultades para atraer talento a ciudades donde los salarios no pueden competir con los precios inmobiliarios. La movilidad laboral se reduce, haciendo la economía menos dinámica y eficiente. Si me lo permiten, podríamos decir que es este el principal riesgo de crecimiento futuro de la economía española y, por ello, en los municipios donde puedan sortear estas limitaciones tienen ganado un futuro más positivo que aquellos que limiten la construcción.
Pero existe, además, un efecto menos visible pero igualmente corrosivo: la transformación de la mentalidad colectiva. Cuando la vivienda se percibe principalmente como inversión y no como derecho o necesidad básica, se normaliza una visión rentista de la economía. El éxito se mide no por la capacidad de innovar o producir, sino por la habilidad de posicionarse ventajosamente en un juego de suma cero. Esto en economías globales donde el impulso del crecimiento pivota sobre otros activos muy diferentes implica que te quedarás atrás.
La solución a este problema no admite atajos ni remedios mágicos. La única manera de evitar que el mercado inmobiliario complete su transformación en un casino especulativo es abordar la raíz del problema: el déficit de oferta. Esto requiere un esfuerzo sostenido y coordinado para aumentar significativamente la construcción de vivienda, especialmente en las zonas de mayor presión demográfica como Madrid, Barcelona, Valencia o Málaga.
Pero mientras esperamos que la oferta se ajuste —un proceso que inevitablemente llevará años— debemos ser conscientes de los riesgos. Cada mes que pasa con el mercado en su estado actual es un mes en que más viviendas pasan de manos de residentes a inversores, un mes en que más jóvenes ven truncadas sus perspectivas vitales, un mes en que la vivienda se aleja un poco más de su función social fundamental.
La historia económica nos enseña que los mercados transformados por la escasez raramente vuelven a su estado original por sí solos. Requieren intervención decidida o, en su defecto, crisis dolorosas que reseteen las expectativas. En el caso de la vivienda, un bien tan fundamental para la cohesión social y el bienestar individual, no podemos permitirnos esperar a la segunda opción. El reconocimiento de que enfrentamos un problema de oferta, no una burbuja especulativa tradicional, es el primer paso. Actuar con la urgencia que la situación demanda es el imperativo del momento.
