Crecimiento económico y rentabilidad | Economía nacional e internacional
Desde 1995, la economía española ha crecido un 5,2% de media anual. Esto significa que, si descontamos la inflación media de ese período mediante el deflactor del PIB, la economía española ha experimentado un crecimiento real medio del 2,6%. En cuanto a las remuneraciones laborales, el crecimiento real medio en este período ha sido del 2,7%, mientras que los salarios han registrado una cifra muy similar, 2,6%.
Es importante señalar que estas cifras representan el crecimiento medio de un período extenso de treinta años. Si analizamos por períodos específicos, las cifras varían considerablemente. El crecimiento previo a la Gran Recesión fue muy superior a esta media, en contraste con los años de crisis desde 2008 hasta 2014. Del mismo modo, el crecimiento entre 2015-2019 difiere del registrado desde 2021, momento en el que parece haberse acelerado.
Por tanto, es evidente que el crecimiento sigue una dinámica a largo plazo, mientras que a corto plazo se ajusta a determinados eventos que configuran los ciclos económicos. Sin embargo, si consideramos el muy largo plazo, este crecimiento económico puede asimilarse a lo que entendemos como la rentabilidad de la economía. Es decir, si invertimos un euro en una “empresa” llamada España, ese euro permite que, al cabo de un año, la economía tenga capacidad para devolverlo y, además, proporcionarnos una rentabilidad del 2,6% de media en términos reales, asumiendo que este es el crecimiento medio del país.
Este concepto es muy relevante, pues en macroeconomía, cuando estudiamos el crecimiento económico, uno de los primeros principios que aprendemos es que la rentabilidad del capital invertido en una economía depende del crecimiento económico y de una serie de factores adicionales. Estos determinan que un euro invertido en una economía debe generar una rentabilidad acorde con los fundamentos económicos que impulsan dicho crecimiento.
Más específicamente, esta rentabilidad a largo plazo está determinada por varios factores, como el cambio tecnológico, la acumulación de capital humano o la mejora de la eficiencia productiva, a los que habría que contraponer —como ocurre en las empresas— el coste de mantener al país funcionando, es decir, la amortización. Hace pocas semanas expliqué extensamente los factores mencionados al principio de este párrafo y que determinan la evolución de la productividad.
Una vez explicado esto, el propósito de esta columna es hacer entender que, asumiendo que la media de las rentabilidades de los activos españoles debe seguir de cerca la evolución de la rentabilidad “global” del país, nuestras inversiones diferidas en el tiempo —si se invierten en activos españoles— no pueden crecer a largo plazo más de lo que crece nuestra economía.
La idea es simple: asumimos como país que el crecimiento es el ancla que determina posteriormente las rentabilidades de sus activos. Es obvio que habrá negocios o inversiones que superen con mucho esa rentabilidad, mientras que otros rendirán menos. Sin embargo, no es posible que a largo plazo todas las inversiones se mantengan sistemáticamente muy por encima de la tasa de crecimiento de las economías, ya que entonces estaríamos remunerando en términos medios por encima de lo que un país puede ofrecer.
Esto nos abre a entender muchas dinámicas de determinados agregados macroeconómicos y microeconómicos, como por ejemplo el trabajo. Como individuos, dedicamos una parte significativa de nuestra vida a formarnos para adquirir capital humano, de tal modo que este pueda ser puesto al servicio de la economía para obtener una rentabilidad de nuestros servicios. Esa rentabilidad es nuestro salario en relación con nuestro valor como activo, y estos salarios crecen a un ritmo coherente con el de nuestra economía. Dicho de otro modo, podemos entender que los salarios deben crecer al unísono con la economía para que no existan disfunciones o cambios en los precios relativos de los factores que puedan perjudicar a sus poseedores.
Imaginemos que los salarios crecen muy por encima del valor añadido bruto (concepto muy cercano al PIB). Eso significa que cada vez hay que dedicar más recursos de los obtenidos como renta (el VAB) a pagar a un factor productivo. El precio relativo de este factor crece y, con ello, el coste de su uso. La economía buscará el modo de abaratar este uso, bien mediante la sustitución de trabajo por capital o bien a través del aumento del desempleo.
Por eso no deben extrañarnos dos cosas: primera, que la remuneración de los trabajadores tenga una evolución paralela a la del PIB, por eso su crecimiento medio es similar; segunda, que al final esto equivale a decir que los salarios no pueden crecer más que la productividad a largo plazo (con permiso del reparto del mismo entre dichas remuneraciones y el excedente bruto de explotación); productividad que resulta de dividir el VAB y las remuneraciones/salarios entre empleados u horas trabajadas.
Pasemos al tercer punto de esta columna: las pensiones. Asumiendo todo lo anterior, imaginemos que somos trabajadores que ofrecemos parte de nuestros ingresos como salario diferido con la esperanza de obtener una retribución en el futuro cuando no podamos trabajar. Si no existiera un sistema público de pensiones, abriríamos un plan privado, nuestro dinero se invertiría en los mismos y, una vez alcanzada la edad de jubilación, podríamos recibir lo aportado más una rentabilidad. Pero aquí está lo relevante: esa rentabilidad media no podría ser muy diferente al crecimiento de nuestra economía en ese período.
Los sistemas públicos de reparto parecen diferentes a este ejemplo. Básicamente, no aportamos a un fondo del que recibiremos algo en el futuro, sino que lo entregamos para las pensiones actuales, y mutualizamos riesgos para evitar que la quiebra de una entidad financiera que gestione nuestros fondos nos haga perder los ahorros.
Pero en esencia debe tener un funcionamiento similar para conseguir un equilibrio que no perjudique a las siguientes generaciones. La idea de actualizar nuestras aportaciones a lo largo del tiempo para calcular nuestra pensión futura es una condición necesaria para la sostenibilidad del sistema. Dicho de otro modo, la rentabilidad de lo aportado por los trabajadores con el pago de las cotizaciones sociales durante su vida profesional no debería exceder del crecimiento medio de la economía en el largo plazo.
¿Y saben qué ocurre? Que sí lo ha hecho. En este mismo período de tiempo, el gasto en pensiones ha crecido a un ritmo del 6,8% anual, un 4% real. Si pensamos en términos individuales, la rentabilidad de las pensiones supera con creces la de cualquier inversión: lo que recibimos como pensionistas es mucho mayor que lo que aportamos durante nuestra vida laboral y hay que preguntarse cómo se paga y sobre todo quién lo paga. La respuesta es simple, las siguientes generaciones reduciendo su renta disponible.
