Ochotorena, los mejores brazos | Fútbol | Deportes

Hay mañanas que empiezan mal: murió José Manuel Ochotorena, dice el cable. Sabía que venía peleando desde hace tiempo con una enfermedad cruel. Uno cree, en su ingenuidad, que la buena gente merece sacar la sortija eternamente para darle una vuelta más a la vida. Pero la relación causa-efecto no se da en estos casos. Al menos no en la tierra. Dichosos los que creen.

José Manuel ya estaba en el Real Madrid a mediados de los 80, cuando me tocó llegar al club. Era un amable suplente de Miguel Ángel, otro querido compañero que se llevó la ELA hace poco tiempo. Ochotorena era un buen portero sin ser excepcional, y una buena persona sin ser un ingenuo. Tenía buen sentido del humor, que aplicaba, como todas las personas inteligentes, para reírse de sí mismo. Era futbolista del Madrid, pero la fama le resultaba ajena. No la entendía, de modo que nunca se enfermó de importancia. Un tipo normal, que decía y hacía cosas normales y sanadoras. Si estabas cerca de él se te quitaba la estupidez. Educaba sin pretenderlo. Vinicius se controlaría y Lamine se centraría solo por tenerlo cerca. Y si con eso no alcanzara: les hablaría en voz baja en un rincón.

No es de extrañar que con el tiempo se convirtiera en un pedagogo de porteros. Enseñándoles a parar balones, a entender el juego, a relajarse ante el peligro y a aceptar los errores como un gaje más de un oficio de alto riesgo. La vida nos llevó por caminos distintos. O por los mismos, pero a destiempo. Y en cada reencuentro casual, maravillaba ver la misma sonrisa acompañando su fina ironía. Cruzarlo hacía de cualquier día, un buen día.

En la cancha parábamos lejos: él, en su área y yo, en la contraria. Pero tengo un recuerdo de algo insólito. Fue en el Real Madrid-Borussia de la UEFA 1985-86. Habíamos perdido 5 a 1 en la ida y solo una gesta podría salvarnos a la vuelta. El partido se agotaba más allá del minuto 90. Camacho hizo un largo saque lateral que yo peiné en el primer palo. Santillana llegó atropellando y marcó en medio de un delirio general: 4-0. Lo que ocurrió a partir de ese momento no me había ocurrido ni me volvió a ocurrir. Corrí sin rumbo con un ruido de fondo que, no sé la razón, asocio a un terremoto. Tras la enajenación, desperté abrazado a Ochotorena, a cien metros de mi peinada. No se me ocurre festejar en mejores brazos uno de los momentos más apoteósicos de mi vida. Hoy extiendo el abrazo a su familia en la emoción de la despedida de una persona inolvidable.

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