mié. Ago 13th, 2025

Se cumplen 30 años de la tragedia aragonesa en el K2: vientos huracanados y una larga noche de espera | El Montañista | Deportes

Maribel Ara perdió a su marido, Javier Escartín. Tenían cuatro hijos: Marta, Nico, Kike y David. Marina Manuel perdió a su pareja, Javier Olivar. José Luis Ortiz perdió a su hermano menor, Lorenzo. Ocurrió en 1995, el 13 de agosto, título del libro que recoge la tragedia del alpinismo aragonés en el K2 (8.611 m) firmado por Paula Figols. Hace 30 años los familiares de los tres desaparecidos de una expedición compuesta por seis alpinistas y el médico Manuel Avellanas tardaron casi una semana en descubrir quién de entre sus allegados había fallecido en la montaña: se filtró la noticia de una catástrofe que había acabado con la británica Alison Hargreaves, el estadounidense Rob Slater y el neozelandés Bruce Grant… así como tres de los españoles que alcanzaron con ellos la cima. Pero quien facilitó a los medios la triste noticia no sabía los nombres y apellidos de los tres aragoneses, lo que no impidió que la noticia cayese en Aragón como una bomba de relojería. En 1995, muy pocas expediciones contaban con teléfonos vía satélite y el aislamiento era la norma. Hoy en día, es posible llamar a la familia desde la misma cima del K2.

La incertidumbre mantuvo en vilo, de forma cruel, a los familiares de los expedicionarios. Y la prensa local solo confirmó las identidades de los tres fallecidos el 20 de agosto, una semana después de una desgracia que también pudo haberse llevado a Lorenzo Ortas y a Pepe Garcés. El último integrante del equipo, Manuel Ansón, declinó el intento a cima.

Aquel verano, el equipo aragonés, compuesto por una brillante mezcla de jóvenes talentos y alpinistas con enorme experiencia, apuró hasta el final sus opciones de cumbre, esperando una ventana de buen tiempo que no llegaba. Tampoco disfrutaban de la posibilidad de recibir partes detallados de precipitaciones, intensidad del viento y todas las ventajas de las que se dispone hoy en día de forma inmediata. Para orientarse respecto a la meteorología, escuchaban el parte radiofónico en inglés y observaban el cielo. A principios de agosto solo quedaban ellos y una expedición liderada por Peter Hillary, hijo de Sir Edmund Hillary, autor de la primera ascensión del Everest junto a Tenzing Norgay. Y ni siquiera compartían ruta de ascenso: los aragoneses escogieron la Cesen (o vía de los vascos), mientras el equipo de Hillary se decantó por la original o vía de los Abruzzos. Con los campos intermedios sin equipar, y con poca cuerda fija instalada, ambos equipos salieron montaña arriba y pactaron unirse en el hombro de la montaña, confluencia de ambas rutas. Desde allí se turnarían en la labor de abrir huella camino del Cuello de botella y en las pendientes somitales.

De entre todos ellos, Lorenzo Ortas alcanzó el hombro tan cansado que supo que en su caso no habría intento a cima: esperaría el regreso de sus compañeros iluminando la tienda de campaña. Javier Olivar (38 años, apodado El Flaco) y Lorenzo Ortiz (28, conocido como El Americano), los jóvenes, volaban ladera arriba, según los testimonios de la época. El primero era guarda, junto a su pareja, del refugio de Góriz, bajo el Monte Perdido, y adoraba escalar las tremendas paredes de Ordesa, mientras que el segundo, guía de montaña, tenía tantos planes de escalada en la cabeza que hubiese necesitado varias vidas para saciarse. Javier Escartín era el amigo íntimo de Ortas, nunca el uno sin el otro. Era, también, la voz de la experiencia y una de las caras visibles de las históricas expediciones aragonesas: Ausangate, Baruntse, Gasherbrum I y jefe de las expediciones aragonesas al Everest en 1989 y 1991, cuando apenas un centenar de alpinistas habían pisado su cumbre y a los aspirantes se les requería un carnet de alpinista. Escartín era ingeniero industrial, pero trabajaba como profesor en el instituto Sierra de Guara de Huesca. Aquella madrugada del 13 de agosto, Pepe Garcés salió al frío nocturno y siguió al resto ladera arriba. Pronto, el frío le privó de la sensibilidad en las extremidades: no deseaba congelarse. Dudó, pero escogió regresar a la tienda, decisión que salvó su vida.

En la noche, también se retiró el canadiense Jeff Lakes, quien dejó atrás las tiendas del hombro, alcanzó los campos intermedios y murió de agotamiento sin llegar a abandonar la montaña. Mientras, los seis restantes se colaron poco a poco en la cima, pero a una hora tardía, pasadas las 18 horas: abrir huella sin usar oxígeno embotellado había sido una tarea enorme.

Entonces, mientras descendían y Ortas y Garcés aguardaban en sus respectivas tiendas su llegada, ocurrió algo tan brutal como imprevisto: arrancó un viento huracanado. La calma de la cima, desde la que los aragoneses pudieron hablar con el campo base, mutó en un infierno. En el hombro, a 8.000 metros, Pepe Garcés temió salir volando dentro de su tienda, pidió ayuda a Ortas y ambos se afanaron, dentro de la misma tienda, en impedir que las ráfagas los arrastrase ladera abajo hasta la muerte. Finalmente, la tela rasgada de la tienda salió despedida y quedaron sentados en la nieve, con lo puesto, esperando el amanecer y un milagro para no morir de hipotermia. Con las primeras luces, constataron que nadie había regresado de la cima y entendieron que si querían vivir debían iniciar su descenso.

Garcés abría la marcha, y Ortas, medio cegado por el frío, hacía lo que podía para no extraviarse y caer. Algunos no se explican siquiera cómo pudieron alcanzar el glaciar del campo base. Años después, Ortas recordaría imágenes terribles, entrevistas como en una pesadilla: cuervos revoloteando sobre su cabeza, impactos de sangre, el arnés y una bota de Alison, una amiga con la que reían en las sobremesas del campo base. Y una certeza: ninguno de los seis regresaría jamás para contar la cima.

Un mes antes de estos acontecimientos, el alpinista catalán Jordi Anglés pereció tras resbalar cuando descendía de un intento a cumbre. Aquel agosto del 95 desaparecieron un total de ocho alpinistas en el K2.

Edurne Pasaban fue la quinta mujer que escaló el K2 (en 2004) y la única de este grupo que sigue con vida: Wanda Rutkiewicz desapareció en el Kangchenjunga en 1992, seis años después de convertirse en la primera mujer en la cima de la segunda montaña más elevada de la Tierra. Julie Tullis y Liliane Barrard fallecieron durante el descenso, en el verano trágico de 1986, mientras que Chantal Mauduit alcanzó la cima en 1992 y murió seis años después en el Dhaulagiri.

Pepe Garcés resbaló en el mismo Dhaulagiri sobre una placa de hielo y se precipitó al vacío en 2001, cuando trataba de convertirse en el primer aragonés en escalar los 14 ochomiles.

Lorenzo Ortas no volvió a integrar una expedición al Himalaya, pero no ha dejado de escalar: es fácil verle sonriente en las paredes de los Mallos de Riglos.

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